Lo vemos a la vuelta del 18  

septiembre 16, 2024

La procrastinación es una palabra no solo difícil de pronunciar, sino también de definir. Hace no mucho tiempo comenzó a ponerse de moda, gracias a las redes sociales y a un montón de tendencias en el mundo laboral, de emprendimiento y productividad por parte de creadores de contenido que luchaban contra un letal enemigo: la facultad eternamente presente de no hacer lo que se supone que tenemos que hacer, de chutear la tarea para después o de distraerse en tareas mundanas.  

Posiblemente, la pandemia y la obligación del trabajo remoto agudizó la presencia del concepto “procrastinación” en redes, ya que muchas personas se encontraron con la difícil tarea de concentrarse para sus trabajos en medio de sus caóticos hogares llenos de estímulos y distracciones. La verdad es que sacar la basura que huele mal, limpiar el vidrio con la mano marcada de tu hijo de tres años y cocinar algo rico para el almuerzo, son siempre tareas muchísimo más urgentes que entregar ese texto a tu jefe.  

Pero la procrastinación no se explica solo por flojera o ganas de sacar la vuelta:  

La ciencia explica la procrastinación como la lucha que se desencadena entre dos partes del cerebro cuando se enfrenta a una actividad o tarea desagradable: es una batalla entre el sistema límbico (la zona inconsciente que incluye el centro de placer) y la corteza prefrontal (una parte del cerebro mucho más evolucionada que básicamente actúa como tu «planificador» interno). Cuando gana el sistema límbico, lo cual ocurre a menudo, el resultado es posponer para mañana lo que podría (y debería) hacerse hoy, lo que ofrece un alivio temporal de esa sensación desagradable de necesitar, pero por alguna razón, no querer hacer algo. (Fuente: Real Simple)

Estamos hechos para obedecer al sistema límbico, porque estamos hechos para buscar placer inmediato. Es un instinto de supervivencia y es lo que condenó a la pobre Eva a morder la manzana. Y si juntamos esa predisposición al hedonismo con la promesa de choripanes y vino tinto, tenemos una explosión de procrastinación: todo queda para después del 18. Además, se genera una acción en cadena; como sabemos que la mayoría de quienes debemos relacionarnos en el trabajo –jefes, compañeros, clientes, proveedores, etc- se tomarán días libres, entendemos que esos días estarán más lentos y, por lo tanto, extrapolamos esa situación y llegamos rápidamente a la cómoda conclusión de que “nadie va a trabajar en el 18”. 

 Es así como funcionamos desde siempre, y todos los años, como criaturas ilusas que somos, nos proponemos metas de productiva laboriosidad que siempre, a la hora de los qué hubo, podrían perfectamente realizarse mañana.  

En Estados Unidos comenzó hace unos años a proliferar la idea de que el hustle, es decir, el trabajo 24/7, acelerado, sin vacaciones, sin descanso, era la única manera de lograr tus sueños. Y si no eras capaz de dar esa pelea, debías rendirte a una vida de mediocridad e irrelevancia. Los emprendedores y jefes de sí mismos empezaban a erigirse como modelos indiscutibles, y los padres de esos emprendedores, empleados de la generación baby boomer con más de 20 años en una misma empresa, aparecían como figuras grises, sin ambiciones, resentidas de la libertad y brío que emanaban los nuevos trabajadores millenials en sus autos deportivos conseguidos con un tipo de esfuerzo distinto, casi físico, más integral, no mecánico, muy complejo.  

Los atributos más blandos de los trabajadores empezaban a aparecer como fundamentales, como la capacidad de contar historias (en el post pasado hablamos de eso) y las habilidades de persuasión y relacionamiento hacían que este nuevo hombre trabajador lograra cosas con las que su aburrido padre jamás podría haber soñado. Es una lógica que ha existido siempre en Estados Unidos gracias a sus orígenes en el calvinismo, pero en la nueva era posmoderna tomaba una forma más digital, nómade y libre. 

Hace un tiempo, en una exposición de arte, me encontré con un antiguo conocido. Vestía un atuendo minimalista, un corte de pelo impecable y cargaba una mochila estructurada y cuadrada para laptop. Después de las típicas palabras de pasillo, me contó que ahora funcionaba como un nómade digital: había dejado su departamento, trabajo, auto y trabajo en Chile, y se había dedicado a formar una vida en la que no fuera necesario arraigarse en un lugar. Boquiabierta, le pregunté mi mayor sospecha: ¿Será que en esa mochila tienes todo? Y así era. En esa mochila, mi antiguo conocido llevaba la totalidad de su vida. Me vino un leve mareo cósmico al pensar en cómo podría meter todas mis cosas en una mochila y emprender una vida nómade. Y al descubrir que era imposible, me sentí vieja como un hombre al que sus hijos miran en menos por trabajar siempre en la misma empresa. Entendí el drama generacional que hay entre boomers, millenials y generación Z, y en sus radicalmente distintas maneras de entender la vida. Comprendí que mi amigo había decidido mezclar casi indistinguiblemente su vida con su trabajo, y que yo y el resto de los que nos quedamos en nuestras casas con pegas tradicionales, todavía mantenemos una separación clara y casi geográfica de trabajo y ocio. ¿Será que para él, entonces, el 18 de septiembre no es una excusa para no entregar un trabajo? Será que trabaja los domingos y los miércoles duerme hasta tarde?Probablemente sea así.  

En plena pandemia y auge de la “hustle culture”, en Tiktok apareció un infame video de las hermanas Kardashian, todas alineadas y vestidas en perfectos tonos  tierra, en donde eran interrogadas acerca del apabullante éxito económico en sus empresas. Kim dijo que la fórmula era simplemente trabajar: “Levántate y trabaja”. Mucha gente en redes sociales reaccionó negativamente al consejo de Kim, argumentando que ni aunque siguieran levantándose todos los días a las 5 am para trabajar, lograrían amasar una fracción de la fortuna que Kim tiene gracias a los contactos, videos filtrados y poder mediático de su madre y manager, Kris Jenner. Finalmente, el consejo laboral de Kim fue ahogado por voces que la calificaron de privilegiada y “tone deaf”. Después de ese incidente mediático, las Kardashian siguieron aumentando sus arcas como si nada, pero el discurso en redes sociales en torno a la “hustle culture” cambió: ¿Es el sueño americano realmente alcanzable para todos por igual, o la suerte y la cuna juegan un rol invisible e innegable? Es la pregunta que ha rondado siempre a la sociedad moderna, es lo que los escritores del naturalismo quisieron decir cuando, por ejemplo, Guy de Maupassant escribía cuentos sobre mujeres pobres condenadas por naturaleza a la miseria y humillación. Es todo lo contrario del discurso calvinista: el determinismo está en el oráculo, no hay cantidad de trabajo que logre salvarte.  

Esta vuelta de tuerca trajo como consecuencia otros movimientos populares en tiktok, como el quiet quitting o slow life que promueven un estilo de vida radicalmente distinto del de quien es su “propio jefe”. Estos últimos quedan ridiculizados y humillados a ser esclavos del sistema, personas ricas en dinero pero pobres de espíritu dispuestos a vender su alma por el ultimo iPhone. La gente que adscribió al quiet quitting se dio cuenta que el trabajo era solo una pequeña porción de su vida y, en vez de arrojarse el vacío del cinismo, decidió aprovechar su tiempo en cosas que lo hacían realmente feliz, pero con una distinción: los quiet quitters no quieren dejar su trabajo de oficina con jefe para perseguir un sueño de independencia; quieren mantener un sueldo estable, y simultáneamente honrar y hacer respetar sus momentos libres. Quiet Quitting es cuando no le contestas a tu jefe si te manda un mail después de las 6 pm. Quiet Quitting es no ofrecerte a ayudar a tu equipo cuando se acabaron tus tareas; es hacer lo justo y lo necesario, sin esforzarte de más por un trabajo que finalmente no es tuyo; tu eres solo un engranaje. Es una filosofía, en mi opinión, afín con el estoicismo, ya que prescinde de grandes actos heroicos y expectativas irreales. Es tremendamente aterrizada y concreta, pero, por lo tanto, aburrida. El quiet quitting olvida otra parte de los seres humanos, nuestro intrínseco amor por el trabajo y la realización personal que va más allá de hacer lo mínimo. Nos gusta mucho hacer bien las cosas, si no, la revolución industrial no hubiese ocurrido y no tendríamos carreteras, ni aviones, ni internet.  

Ya sea quiet quitting o siendo tu propio jefe, estamos hechos para grandes cosas, pero quizás por esta semana podemos descansar, echarnos para atrás en el asiento, comernos una empanada con los compañeros de oficina y mandar un mail que diga “lo vemos después del 18.”  

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